¿Por qué escribimos?

 

La partida fantasma es una miniatura que aborda un tema gigante: el origen de la vocación literaria a lo largo de la historia.

El chileno Leonardo Sanhueza indagó durante cien páginas en un enigma que no tiene solución. Es el misterio por el origen de la “vocación literaria”, si es que algo así existiera. Cauteloso, mesurado, el propio Sanhueza duda de su propio tema. ¿Vocación? ¿No es demasiado dramática esa categoría? ¿Vocación literaria? ¿No será mucho? Con esa preguntas como un ángel malvado susurrandole al oído, se lanza al abismo de atacar el tema desde todas las perspectivas posibles.

Se diría que, ante la pregunta que funda y vertebra el libro –si existe o no algo así como una vocación literaria, que motoriza los destinos de los escritores desde jóvenes–, Sanhueza contesta que no lo sabe. Es el mejor modo de plantarse frente a una hipótesis. En la época en las que desconfiamos de los que usan categorías como Escritor, Obra y Carrera Literaria sin proyectarles una sombra de burla, de distancia, de risa, Sanhueza se planta ante este tipo de instituciones desde una posición que genera enorme empatía: por un lado duda de todo, se siente afuera de las grandes etiquetas, desconfía de los supuestos canónicos; por el otro, un evidente amor por las palabras lo salva de un enfoque desapegado, deshumanizado, cínico. Está a mitad de camino, habla desde adentro y desde afuera de la tradición literaria, y así puede ver lo que los que están muy adentro o muy afuera se pierden.

En el corazón del problema de la vocación literaria está lo que llamamos “el mito de origen” del escritor. “No creo que sea muy exagerado decir que, tarde o temprano, a todos los escritores les llega la hora de explicar dónde, cómo, cuándo o por qué llegaron a serlo”, apunta en La partida fantasma, y de eso se trata. Para explicar eso que es inexplicable, muchos escritores han compuesto un mito fundacional al que le asignan un carácter profético, como si esa escena y únicamente esa escena explicara una inclinación futura. Ricardo Piglia trabajó largamente estas escenas, al punto de afirmar que todos los escritores tienen una. Él también, por supuesto, erigió la suya. La contó así, en tercera persona, en el primer tomo de los Diarios de Emilio Renzi. Luego de ver que su abuelo leía, quiso imitarlo y entonces “se trepó a una silla y bajó de una de las estanterías de la biblioteca un libro azul. Después salió a la puerta de la calle y se sentó en el umbral con el volumen abierto sobre las rodillas”. Luego pasa a la primera persona: “Yo estaba ahí, en el umbral, haciéndome ver, cuando de pronto una larga sombra se inclinó y me dijo que tenía el libro al revés”. Según Piglia, ese hombre pudo ser Borges, por la época y por el lugar. Es una construcción deliberada, desde luego: el nacimiento del Piglia lector sería, en su escena, el nacimiento de un lector, y todo eso en el interior de la tradición borgeana.

Sin embargo, eso que hemos tomado como algo natural, como algo dado –la certeza de que los escritores tienen que explicar de dónde viene su vocación–, es finalmente una inclinación relativamente actual, que no tiene más de dos siglos. En uno de los momentos más altos de La partida fantasma, Sanhueza esgrime una pequeña historia del asunto. Antes del siglo XIX, dice, hablar de eso hubiera sido algo extravagante o innecesario. “¿Qué habrían dicho los escritores de todos esos muchos siglos acerca de nosotros, que nos hacemos un lío mental y aun nos atormentamos por la sola idea de estar practicando la literatura?”, se pregunta. Lo que cambió a partir del siglo XIX, sigue Sanhueza, es que la literatura pasó a ser una práctica marginal, en cierto sentido sospechosa, y por eso también los escritores tuvieron que justificar esa patología.

Julieta Venegas

Pero quizás la pregunta que se esconde en lo profundo de este tema no sea necesariamente la de la vocación, sino la misma que se hacen las biografías, las razones por las que existen las biografías: ¿cómo puede ser que esa persona haya eso eso? ¿de dónde sale el genio creativo, dónde surge, cómo se insemina? Hay algo inexplicable en los grandes talentos artísticos y por eso nos metemos, como forenses, como detectives, a leer biografía de nuestros artistas de cabecera: porque, freudianos al fin, queremos encontrar en algún episodio de la vida la llave que nos abra las puertas de la obra. Pero esa relación es un puente quebrado. Sanhueza repasa en su libro algunos casos emblemáticos, como el de Romain Gary o Vicente Huidobro. Pero nada es tan lineal, no hay relaciones de causa y efecto entre una vida y una obra. Y luego está el misterio, aún más hondo, de la precocidad literaria. Casos como el de Rimbaud, el de Perec, el de Ruben Darío, el del propio Borges. “La determinación infantil con que Rimbaud y Darío abrazaron las letras como un destino manifiesto me parece tan redonda que me sobrepasa. No logro comprender esos enlaces a cabalidad. Creo que hay elementos incógnitos que operan a posteriori y que modifican el posible modelo de esos fenómenos”. Quizás siempre sea así. Quizás las epifanías de la niñez siempre sean una reconstrucción posterior, inyectadas de ficción: el producto febril de una mente adulta que trata de encontrarle un sentido retrospectivo a su vida.

Pero eso no es todo. Enorme caja de resonancias, en el problema de la “vocación literaria” Sanhueza encuentra más ecos, más rebotes. En una intervención más política y más contemporánea, el chileno piensa el tema en relación al escritor como alguien que tiene que vender su marca, viajar, poner la cara, dar entrevistas, Ser Escritor, para usar el título de un libro de Abelardo Castillo (que no puso irónicamente). “A menudo las historias liminares de los autores –escribe– con tratadas como objetos de merchandising para la promoción de libros, incluso en los casos excepcionales en que provienen de arduas reflexiones que mas bien tienden a sabotearla”. Pero como con cada nudo del texto, Sanhueza no alcanza una conclusión definitiva, porque no la hay. Los escritores no hablan del nacimiento de su literatura únicamente para satisfacer al mercado, aunque ese sea uno de los efectos secundarios de ese movimiento.

Este textito breve y brillante del autor de La edad del perro se publica en el contexto de una nueva colección, “Escribir”, de la editorial cordobesa Ediciones DocumentA. Si la colección prospera, habrá que leerla como el reverso necesario de la colección Lectores, de la editorial Ampersand. Porque leer y escribir, estamos todos de acuerdo, es más o menos la misma cosa, y no lo es.