Crónica de una residencia editorial – 2 ª parte: En las alturas

Jueves 22 de abril

7 AM. Wake up, rise and shine!, grita el despertador en mi mesita de luz, y parece que el sol no lo ha escuchado porque brilla por su ausencia. Tampoco lo escucha Maricel que, debajo de varias capas de mantas y acolchados, soñará el sueño de los héroes hasta la media mañana, como mínimo. En su caso, se encuentra librada de responsabilidades y en esta ocasión solo oficia de consorte, además de participar voluntariamente de varias actividades en común. (Aquí un desvío más —como ha podido comprender quien ha llegado hasta este punto del texto, las digresiones me interesan aún más que los relatos lineales, ya que creo que en estos puntos de fuga es donde aparece el verdadero ardor de la materia que se trata—: me ha tocado ser consorte de Maricel en varios festivales internacionales de cine, y debo reconocer que esta actividad es magnífica: cero responsabilidades —más allá de tener que vestir decentemente alguna que otra vez—, y mucho disfrute, mucha errancia y el dolce far niente de la buena vida; y mientras que el otro o la otra se paspa la entrepierna trabajando, uno se deleita con burbujas de champagne francés o con trozos de queso Grana Padano italiano del tamaño de una pelota de fútbol; no, de básquet. Si fuese un trabajo rentado y naciese de nuevo, elegiría como profesión la de ser consorte).

8 AM. Luego del desayuno con Martín, salimos junto a Asia —que aprovecha para darse unas olisqueadas con Negrito— a recorrer lo que ya consideramos nuestros campos, es decir el Golf Club. Sólo nos falta el pañuelito de seda al cuello para parecer unos terratenientes, y los empleados ya nos saludan desde lejos cuando nos ven pasar.

9 AM. Recogemos a Gabriela por el camino y en un santiamén estamos comenzando la tarea. Leo sin pudor los textos en voz alta y Gaby corrige, edita in situ, mejora lo que escribo. Pienso, ¡cómo se puede escribir tan mal! Afortunadamente hay a tus espaldas un editor que disimula tus falencias. Mientras se sucede la lectura, vamos seleccionando las imágenes para insertar en el texto, que hasta ahora tiene un formato de manual, más parecido a mi propuesta inicial que a la de Gabriela. Imagino que su cabeza arde ante la posibilidad de que el resultado final del libro sea otro de esos aburridos y previsibles estudios acerca de un artista o grupo. Pero, como buena anfitriona que es, permanece callada y deja hacer. Supongo que estará elucubrando algo para dar el zarpazo en el momento adecuado. Así lo espero, porque a mí también me aterra la posibilidad de que el libro sea aquello que ninguno de los tres —incluyo aquí a Martín, que no por callado deja de ser zorro— desea que termine siendo. Pero por ahora, este es el camino: Texto, imagen, texto, imagen. Como el relato tiene un orden cronológico, las imágenes que les  corresponden a los primeros espectáculos del grupo son antediluvianas. Allí estamos, ensayando en condiciones precarias o mostrando nuestro Ubú Rey en el mugroso pero dignísimo Parakultural de Buenos Aires, y en medio de la hiperinflación alfonsinista y el traspaso de mando al patilludo caudillo ultraliberal riojano nosotros sonreímos porque parimos a nuestro primer vástago artístico. Me veo a mí mismo en algunas imágenes y siento lástima por ese pibe ingenuo, que todavía apoya a la Revolución Nicaragüense y viste de manera desastrada, las ilusiones intactas. Los tres nos reímos amargamente acerca no sólo de mi vestimenta patética, sino también acerca de tantas promesas incumplidas, tantas ilusiones perdidas, tantas esperanzas postergadas, tanto deseo sosegado a lo largo de los treinta años que median entre esas foto y el presente —aunque para Martín, que transita aún por la idílica veintena y posee un reservorio importante de esperanzas (a pesar de que él ya sabe de dolores y pérdidas), eso no sea tan así—. Pero hacemos tripa corazón y vamos metiendo fotos entre textos mejorados. Al principio el trabajo es lento (¡son mil fotos!) pero de a poco le vamos tomando la mano y agarramos buen ritmo. Con algunas intermitencias cafeteras y materas (aquí otro desvío: qué triste que tres personas tomen mate en tres mates distintos y haya que calentar tres pavas de agua; esto —que refuerza nuestra condición individualista innata, sumando actitudes y terminologías ultraliberales tales como aislamiento, burbuja, distanciamiento, etc.— también nos lo regaló el Covid); decía que con interferencias vamos llegando al mediodía y el sol de Colonia Caroya vuelve a asomarse.

12 AM. Sale el salame que estaba guardado —no sé cómo logró hacer Gabriela para que un chacinado de semejante extensión cupiese en la heladera— y el queso pepato ametrallado de finas hierbas y pimienta negra. Rápidamente nos alejamos del lugar de trabajo y nos instalamos en la mesa exterior sobre el amplio balcón deck que nos regala una vista a los añosos y enormes plátanos en los que anidan los aguiluchos, únicos dueños de los sonidos nocturnos que estamos dispuestos a aceptar, alejados de los ruidos citadinos al menos por unos días. Más allá de los árboles, se extiende la vista de lo que son —para Martín y para mí— nuestros dominios: el Golf Club. Ahora sí que como verdaderos patrones —o como Luis XIV, el Rey Sol (aunque el cetro real se haya transformado en un bastón de longaniza)— contemplamos de un solo vistazo y como desde un panóptico, todo nuestro territorio.

El almuerzo, al que se ha unido Maricel, intenta distraernos un poco de la tarea compilatoria que estamos haciendo, pero volvemos siempre a ella. Creo que cuando no se trabaja literalmente sobre algo en lo que se está trabajando es cuando en realidad mejor se trabaja sobre ello. Cuando uno está demasiado concentrado en un tema creo que pierde la visión periférica —ya que estamos aprovecho la metáfora del nombre del grupo—, porque se encuentra tan enfrascado en su propio camino que no ve lo que sucede a sus costados, y se pierde la posibilidad de incorporar aquello que aparece por casualidad, por accidente, o que simplemente está ahí para ser aprovechado y no alcanza a percibir porque tiene puestas las anteojeras del trabajo. Por eso, cada vez que quiero trabajar en algo creativo, me voy a regar las plantas, o salgo a dar una vueltas manzanas, o leo una novela no relacionada con la materia sobre la que estoy trabajando, o veo una película. El resultado es infalible: las claves se encuentran allí, en aquellas derivas, cuando el pensamiento asociativo se libera de las cadenas de la lógica formal y corre por los campos de la lógica poética. Por lo tanto, mientras disimuladamente nos tratamos de sacar ese pedacito de grasa de cerdo que nos quedó entre los dientes sin que los demás lo noten, nuestras cabecitas están funcionando, y cuanto más derivemos (comidas, charlas intrascendentes, paseos, etc.), paradójicamente, más aprovecharemos el tiempo de trabajo. Es un poco como la teoría del gasto que esboza Bataille.

1 PM. Luego del obligado café retomamos el trabajo. Vamos acomodando —y lo más difícil, descartando— imágenes entre los textos. Vemos pasar los años y a lo largo de la jornada vespertina vamos llegando hasta el espectáculo que se transformó en el hito del grupo, Máquina Hamlet, de 1995, que nos hizo recorrer durante cinco años los principales festivales del mundo. Acá hay mucha tela para cortar, así que hasta ahí llegaremos por hoy.

6 PM. Gabriela sale con rumbo desconocido en busca de provisiones y solicita la colaboración de Martín. Algo se traerán entre manos. Y vaya que es así, porque cuando regresan solicitan la ayuda a los gritos de todo el personal,  —hasta Asia se acerca al baúl del auto con la certeza que algo huele bien—. De allí adentro, mientras Gabriela saca bolsas con papas y ajíes que se le van cayendo por el camino y luego de un momento de suspenso que da para contener la respiración, Martín extrae y porta en sus brazos medio corderito de siete kilos. Lo lleva como quien lleva a un hijo propio, y en sus ojos desvariados y extáticos —casi como los de Jack Nicholson en El Resplandor— pareciera leerse que fue él mismo quien lo crió, alimentó y luego sacrificó con manos propias para ofrendarlo a la futura mesa.

Ya es tarde para que el medio corderito —al que no bautizamos con ningún nombre, para no encariñarnos— sea el motivo de nuestra cena, así que va al refrigerador. Si ya era difícil hacer entrar al bastón de picado grueso en la heladera, imaginen las piruetas que hubo que hacer para meter siete kilos de cordero. Media heladera fue desmantelada y aquellos productos suntuarios —leche, yogur, manteca, verduras con sus cajones receptores incluidos— fueron expulsados sin miramientos para hacerle lugar a nuestro pequeño y circunstancial compañero.

La cena, compuesta esta vez por los restos de pollo de la noche anterior desmenuzados y tratados en la sartén con oliva y tomate, especias y lonjas de morrón que fueron envueltos en calentitas tortillas mexicanas, sazonados con trozos de refrescantes y enérgicos chiles de árbol en aceite, estuvo centrada en discusiones varias acerca de un mono tema: el cordero, claro. Nos enfrascamos en una discusión sobre la diferencia que había entre un corderito y un chivito, y luego de zanjada la disputa (en la que Martín, como buen Abraham dispuesto a sacrificar a su Isaac en el altar, hizo referencia a la anécdota bíblica del Agnus Dei), comenzó una nueva discusión acerca de cuántas horas de cocción harían falta para dejarlo a punto manteca dentro del horno chileno, que nunca había sido utilizado. Los más radicales —con Martín a la cabeza— proponían unas seis horas, pero eso implicaría perder un valioso tiempo de trabajo del par de días que nos quedaban, por lo que luego de una consulta técnica a un experto (llamada a Córdoba ciudad para que Cipriano —que lamentablemente no se nos uniría al festín por una contingencia producto del famoso “aislamiento por contacto estrecho” Covidil— nos guiara en el uso del horno chileno y la cocción del corderito), acordamos en que tres horas y media, cuatro a lo sumo, sería una buena ofrenda a Cronos para que nuestra difunta mascota crepitara como se debe.

Luego de los postres —que nunca recuerdo, pero que los hubieron, los hubieron— pasamos a la sobremesa colocando en el centro de la escena a la querida botella de mezcal.

En esta cuestión acordamos entre los cuatro —puesto que Asia es abstemia— que el mezcal debía durar hasta el final de la residencia, por lo que procedimos a su racionamiento. Luego de unos cuantos vasitos tequileros por cabeza nos retiramos a nuestros aposentos. Mientras me acuesto pienso que cada noche que pasa la quiero más a Alicia.

Viernes 23 de abril

7 AM. Amanecemos nuevamente antes que el amanecer, acompañados sólo por los chillidos de los caranchos anidados en los árboles vecinos. Hoy va a ser un buen día. Incentivados por el plan de alimentación nocturno cual burro con zanahoria adelante, saltamos de la cama Martín y yo —en realidad, cada uno salta de su propia cama, yo la mía la comparto solo con Maricel— en pos del café da manhã y las noticias. Internet nos recibe con la información de que el ministro de transporte ha muerto en su ley: un accidente de tránsito. Quien a hierro mata, a hierro muere, o en casa de herrero, cuchillo de palo; cualquiera de estos refranes contrapuestos —haciéndome cargo de mi costumbre dichera— podrían ser útiles para comentar la ocasión. Una pena la muerte de este ministro, porque tenía cara de bueno. Es mejor tener cara de bueno, si se es funcionario, que de mal bicho, como es el caso de muchos funcionarios macristas, y de unos cuantos kirchneristas, para ponerle enduído a la grieta. Aunque de todos modos es mejor tener cara de malo que de pelotudo, como es el caso de nuestro ex presidente Mauricio “casi me trago el bigote de Freddie Mercury y muero asfixiado y el gran servicio a la patria que nos hubieras hecho de haber acontecido esto último” Macri. En fin, cosa que piensa uno mientras se va despertando frente a la pantalla de la computadora.

Ya estamos listos con Martín para la recorrida por nuestros dominios golfísticos. La princesa consorte descansa en sus aposentos y nosotros bajamos al prado. La rutina es la misma: Asia y Negrito, olida de genitales —en ese caso sólo los canes—, nosotros paseamos por nuestros greens hasta que se hace la hora de pasar a buscar a Gabriela.

9 AM. Arrancamos el trabajo a todo trapo. Pretendemos terminar hoy así podemos mañana aprovechar nuestro sábado sabático de sabbat y no hacer nada que ataña directamente al trabajo, sino solo pasear y descansar.

Retomamos donde habíamos dejado, terminando Máquina Hamlet y empezando con Circonegro. Estamos en 1996 y tenemos que llegar hasta 2009. Leemos, insertamos imágenes, revisamos documentos; hacemos y deshacemos ya que tenemos la impunidad de que aún está todo por probar y nada es seguro —salvo la muerte, claro, pero esa que nos espere un rato—. Estamos desesperados porque en una proyectiva de pasaje a cantidad de hojas, el libro, tal como lo estamos concibiendo, acumularía la friolera suma de unas 600 páginas, cosa que espanta un poco. ¿Quién lo compraría? ¿Será más útil como soporte para nivelar mesas desniveladas que como libro? ¿Habrá que ponerle rueditas para poder transportarlo? Decidimos sacarnos por el momento semejante problema de la cabeza, ese dilema aparecerá más adelante. Por ahora, sólo hay que discriminar todo aquello que debe ir en el libro de todo aquello que no necesariamente deba ser incluido. Pero la tarea no es nada simple, se los aseguro (estuve tentado de dirigirme a ustedes en singular, ante el casi convencimiento de que no creo que haya más de un lector que haya llegado a esta altura de la crónica, pero ante la duda y como todavía soy un pesimista esperanzado, refrendaré el uso de la segunda del plural).

Ante nuestros ojos y oídos van pasando imágenes de óperas, de animales, de muñecos, van pasando años y geografías e historias absurdas. Omití decir que el texto está dividido en varias secciones, una es la línea de tiempo del grupo con su análisis, luego siguen las fichas técnicas, las giras, los premios y las anécdotas. Particularmente, en relación a estas últimas, es cuando más nos divertimos. Historias tontas, algunas de personas perdidas, otras escatológicas o etílicas, algunas de amor y otras de guerra, nos hacen hilarante el trabajo de articular cierta historicidad del grupo y ponerlo en contexto. Y así, divirtiéndonos, avanzamos más rápido.

12:30 PM. Pausa para el tentempié. Le damos la estocada final al salame. Ni bien el último trozo, ese que tiene forma de conito arrugado y que suele ser uno de los pedazos más ricos quizás porque se trata del final, ingresa a través de nuestras fauces, comenzamos a extrañar a Colonia Caroya. Si todo marcha bien, mañana le haremos una visita, para evitar la nostalgia.

Siguiendo el consejo de nuestras abuelas, el de hacer lugar en el estómago para la fiesta de la noche, y ante la perspectiva del Agnus Dei, el almuerzo es bastante ascético, casi como el de San Simón el Estilita. Bueno, un poco menos. Apenas.

2:00 PM. Seguimos el trabajo a fondo, dispuestos a darle la estocada final. Al cabo de un par de horas arribamos al último espectáculo del grupo, Manifiesto de niños, y encausamos las imágenes entre los textos. Pero desconfiamos de haber terminado la tarea porque, mirando hacia atrás, hemos dejado un tendal de muertos. De las mil imágenes con las que contamos, sólo incorporamos doscientas. Y de las ochocientas restantes —con las que Martín pasó horas y horas, noches tras noche, escaneando en resolución Tiff y que ahora al ver que tantas van a quedar afuera nos empieza a mirar con cara de pocos amigos, máxime porque aún no le hemos podido pagar el trabajo—, han quedado fuera muchas imágenes valiosas. De manera que decidimos hacer una nueva selección con las no utilizadas, para que algunas más sean incorporadas al libro en algún formato que —por suerte para mí— deberá resolver y proponer Gaby. Quizás con forma de collage, quizás de afiche, quizás como fotos sueltas, vaya uno a saber.

Esto implica volver a mirar todo de nuevo y rescatar aquellas que valen la pena y que por una cuestión de espacio y prioridades, han quedado afuera. Agotados pero sabiendo que esto es el prólogo del final de esta instancia de trabajo —que no es ni por asomos tener listo el formato del libro que ha de imprimirse, apenas si empezamos a estar a mitad de camino—, avanzamos decididamente y escogemos, a lo largo del par de horas que nos quedan, otras doscientas imágenes.

Con esto llegamos al final de la tarea tal como estaba programada. No queda más que festejar. Seremos seis en esta ocasión para la celebración: Gabriela, Maricel, Martín, yo, Asia —que recibirá unos huesitos—, y por supuesto, el cordero innombrado, que será arte y parte.

6 PM. Comienzan lo que daremos en llamar las aventuras del cordero en el horno chileno. Con una juntada simbólica de ramitas secas para reiniciar aquel fuego eterno que se mantuvo en estado de combustión desde nuestra llegada y que servirá como base para el gran fogón con el que el horno trasandino deberá calentarse durante al menos una hora antes de ser abierto para introducir a nuestro futuro manjar, damos inicio a la sesión. Martín está enajenado. Ha tomado el poder de la cocina: calcula la temperatura del horno, chequea al volumen de fuego, da órdenes con los ojos casi en blanco, vos pelá y cortá las papas, vos andá abriendo un vino que esto va para largo y vos —por mí—, prepará el adobo, pero esta vez en serio. Nadie se anima a contradecirlo, a él, que suele ser tan reservado y discreto, ahora un tirano de la cocina. Pero el que sabe sabe y el pibe es del campo, así que a hacerle caso. Mientras los demás cumplimos sus indicaciones, yo me dedico a la mía: corto cuanta ramita con forma u olor a aromática encuentre y armo una parva del tamaño de un ramo de flores, por no decir de una corona fúnebre, que, combinada con una dentadura de ajo —digo así porque los dientes utilizados superan los treinta y seis— más una generosa cantidad de oliva y media docena de limones frescos, formarán, luego de haber sido triturados en el molcajete durante un buen tiempo, lo que se podría llamar el Baño de los Dioses del cordero. Cada media hora lo iremos embebiendo en este jugo picoso —chile árbol indexed— para que su cuerpo se tonifique como Dios manda y nos crezca fuerte y sano para nuestros paladares.

Llega entonces el primer punto alto de la noche: el momento en el que el animal en su bandeja, rodeado por un séquito de ajíes, papas, batatas, cebollas y demás súbditos ingrese al horno chileno tras nuestras hurras y gritos desesperados, cual grupies adolescentes de ídolo pop (hay filmación de este momento que no me deja mentir).

Y ahora, la tensa y larga espera, exactamente igual a la que debe soportar el familiar de aquel ser querido que se encuentra en el quirófano; horas sin saber del corderito: ¿Estará bien, tendrá el fuego justo, le habremos puesto poca sal, o mucha papa? Se sabe, para calmar la angustia están las bebidas y las drogas duras, pero como en estos momentos ninguno de los cuatro nos picamos las venas para meternos heroína, vamos por el alcohol. Martín encuentra en la heladera una botella de Aperol, y rápidamente se prepara un Aperol Spritz, para calmar la ansiedad. El resto seguimos con el jugo de uva negra, que si mezclamos acabaremos mal. Pasa el tiempo lento, muy lento, y nosotros disimulamos nuestro nerviosismo poniendo música, hablando de otros proyectos y picando el poco queso pepato que queda. ¡Si tan sólo pudiésemos ahogar la angustia con un salamín caroyense! Pero claro, todo no se puede. Como dice el refrán, nos deberían decir les dan la mano y se toman el codo. Tienen un cordero de siete kilos en camino —lo que da un kilo y tres cuarto por persona, mucho hasta para Martín— y se quejan por no tener salame. Es cierto, necesitamos un baño de humildad. Así que nos dedicamos espartanamente a esperar hasta que la más hambrienta, Maricel, empieza a meter presión. Yo creo que eso ya tiene que estar, dice apenas se cumplen las tres horas. A los cinco minutos pregunta si no falta mucho. Luego de otros cinco dice que no aguanta más el hambre, que se va a descomponer. Luego de otro período de tiempo igual asegura que eso ya tiene que estar listo. Y así, como el agua que horada la piedra —tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe—, logra convencer a Martín, que si bien no es débil de carácter, sucumbe ante los pedidos desesperados de Maricel y sus sutiles tácticas de seducción. Más adelante, Martín tomará conciencia de que ha caído en la trampa de una viuda negra que lo ha engatusado.

Porque en ese momento Martín, en medio de una algarabía manifiesta —hasta Asia aporta sus ladridos—, destraba la corredera que cierra a cal y canto el horno trasandino y abre la tapa del infierno, para entre varios, traer de vuelta al terreno de los vivos al animalito que ha dado un paseo por el Inframundo, cual Dante y Virgilio.

Pesa mucho esa bandeja y está casi al rojo vivo. Logramos acomodarla sobre un costado de la parrilla y contemplamos la obra de arte. Si la banana de Mauricio Cattelan se vendió por 120.000.- dólares, ¿cuánto podría costar esta maravilla? Seríamos ricos si la pusiésemos en venta, pero no, no queremos ser ni especuladores ni millonarios, especialmente porque estamos muertos de hambre.

El cordero se corta solo, de tan tiernito que está. Vamos repartiendo trozos en los cuatro platos y de antemano, antes de que arrasen las marabuntas, reservamos una porción para Cipriano, que no pudo venir y se pierde esta Fiesta Nacional del Cordero.

De lo que no se puede hablar, debemos callar, dice Wittgenstein en uno de los puntos del Tractatus. Y remitiéndome a este postulado, que no es justamente un dicho, optaré por el silencio para describir el gusto de semejante manjar de los dioses. No existen las palabras capaces de describir con total precisión y justicia las sensaciones que se nos despertaron en las papilas gustativas, y que se irradiaron hacia el resto del cuerpo. Sólo se me ocurre una palabra en alemán para acercarme humildemente a una posible descripción del plato ingerido, y es la wagneriana Gesamtkunstwerk.

Asia ha probado también el elixir de los dioses, a través de algunos huesos que hemos concedido donarle y que la hacen sentir en el paraíso.

Pero un pequeño traspié nos hace correr el riesgo de estropear la velada. Cuando Martín está llegando al hueso del muslo del cordero —su masa muscular ya ha sido digerida y va en camino de encontrarse con los jugos gástricos—, comprueba que en esa zona la carne está un poquitito cruda. Nótese el diminutivo: poquitito. Pero para él esto es una frustración, una mancha en su legajo, una mala nota que le baja el promedio general. Y dice, amargamente, en voz alta: yo dije que le faltaba media hora de cocción. Y guarda silencio (mientras mastica un buen bocado). Maricel —que es medio vampírica, ya que ama la carne casi cruda, que ella llama “a punto”, un eufemismo para decir “a punto de comerse al animal todavía vivo”— responde que para ella está perfecta.

Martín es conocido por su discreción, por su don de gente y humildad. Entonces decide no responder, pero en su mirada hay mucha más furia que en los ojos del mismo Bob de Twin Peaks, si es que alguien le vio los ojos a Satanás alguna vez. Luego cae en la desilusión y casi en la melancolía, atacado por los humores negros de la tristeza. Y se lamenta repetidamente por el hecho de no haber alcanzado la perfección, ya que al ladito del hueso la carne esté un poquitito rosada. Este es el problema de los perfeccionistas, que son eternos insatisfechos. Además, no hay nada más aburrido que lo perfecto. Ánimo Martín, no te dejes abatir por hechos nimios e insignificantes. Todos hemos cumplido con un alto nivel de dignidad nuestro rol: vos el de cocinero, nosotros, el de comensales (por supuesto que a lo largo de la noche hay varios vítores para el asador), Asia, el de limpia y tritura huesos y el cordero, el de ofrenda sacrificial. No hay que opacar con una nimiedad una noche de gloria, que tardará mucho tiempo en repetirse. Afortunadamente Martín es joven e inteligente y sabe sobreponerse a la contingencia, y a pesar de repetir cada tanto “yo dije que faltaba media hora”, recupera la alegría —ya que nunca había perdido el apetito— y seguimos saboreando al animalito hasta que, incluso luego de haber aflojado cinturones y/o braguetas, no podemos ingresar nada más a nuestras bocas.

Hemos comido y brindado muchas veces, por el trabajo realizado, por la amistad, por el sabor del encuentro —que suena a jingle de cerveza pero cobra otro sentido dicho en situación de aislamiento pandémico— y por los proyectos por venir.

Sólo nos queda una cosa por hacer, rematar la jornada con el cuarto litro de mezcal que nos corresponde por hoy. Cosa que hacemos de inmediato, brindando por Santa Alicia.

En el estado lamentable en el que nos hallamos, nos arrastramos como podemos hasta nuestras camas. Ha finalizado otro día provechoso.