“Teatro Anaurático” de Federico Irazábal en Revista Noticias

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¿Comercial o experimental?

El crítico Federico Irazábal marca diferencias entre uno y otro. El público y los famosos.

A Federico Irazábal no se caen los anteojos cuando compara al artista Emilio García Wehbi, creador del Periférico de Objetos, con la popular Carmen Barbieri, ni a Fuerza bruta o La Fura dels Baus con “Stravaganza”, de Flavio Mendoza. Una mirada sin prejuicios es capaz de encontrar los elementos en común. Sin embargo, no son lo mismo. No es un tema de circuitos ni de materiales. “Es simplemente el modo de apropiación y de utilización de esos materiales que hacen el público y los artistas”, dice el investigador y crítico teatral, director de la revista especializada “Funámbulos” y autor de “Por una crítica deseante”, “De quién, para quién, qué, cómo” y el último, editado por DocumentA/Escénica, “Teatro anaurático. Espacio y representación después del fin del arte”.

Puede que resulte un poco difícil recordar ese título pero tiene su explicación. El término es adoptado del filósofo Walter Benjamin quien en “La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica” elige la figura del “aura” para caracterizar la relación que se establece entre obra y receptor. A partir de allí, Irazábal diferencia entre teatro aurático y anaurático: uno, el teatro burgués, representacional, el simulacro del drama realista con un argumento cerrado y comunicable; y otro, un teatro performativo, posdramático, posmoderno o contemporáneo, experimental, que presenta lo que hace en el aquí y ahora, con un relato fragmentado y mostrando al público los engranajes de su propia maquinaria.

¿Por qué considera que era necesaria esta nueva categorización?

La categoría hegemónica que hoy nombra al teatro contemporáneo me resultaba parcial y en extremo europea. La noción de posdramático, creada por el influyente crítico teatral alemán Hans Thies-Lehman, se propone una periodización del teatro que tiene en cuenta la estructura dramática de la trama. Y yo considero que el único modo de pensar el teatro es desde la escena y no desde la dramaturgia y que por lo tanto es desde la escena donde aparece la audiencia, el público. Es ahí en lo relacional que surge la noción de teatro aurático y teatro anaurático. La novedad de la categoría reside en que nos permite entender de qué modo todos los productos de nuestra cultura hoy están exibiendo sus condiciones materiales de producción, recepción y circulación y eso los pone en un lugar político muy diferente del snobismo que habitualmente se le aplica, como crítica, al arte contemporáneo.

¿Qué es lo que vuelve diferente a un teatro llamado comercial de otro?

El modo de analizarlo no es la cantidad de dinero invertido ni tampoco la sala ni la figura. Mariano Dossena dirige a Moria Casán en un teatro comercial pero en horario alternativo, y Gerardo Romano hace en el Maipo un espectáculo de factura muy económica centrado en el trabajo actoral como es “Un judío común y corriente”. ¿Hay diferencia entre “Vigilia de noche” y “La última sesión de Freud”? Una, en sala oficial y la otra, comercial pero en ambos hay productores y una figura de prestigio pero también televisiva como es Luis Machín. Entonces lo comercial está dado por el modo de ser de la “mercancía” y por factores extrínsecos a ella. Y lo que vuelve a algo mercancía es su adecuación a las expectativas del mercado. La rutina tiene mala prensa pero lo que vemos es el consumo de productos que ratifican sistemas de creencias y valores. Aceptamos que la vida sea aleatoria en aquello que nos depara pero nos gusta mucho que lo estructural se repita: nos calma, nos quita la angustia de lo inasible que es en sí misma la vida. Los medios de comunicación y el arte comercial o de industria son estrategias sistemáticas de repetición que colaboran con esa angustia: es el chupete del adulto.

¿Cómo ubica al teatro masivo donde lo importante son las figuras televisivas?

Es en lo masivo (y no dije popular) en donde se vuelve relevante la figura que adquiere cuerpo, respiración y olor; algo que la pantalla no le da a la audiencia. Es muy interesante lo que ocurre en la temporada marplatense o frente al teatro de Susana Giménez. La gente no necesariamente va a ver a la figura en la escena pero sí a conocerla. El caso emblemático era Ricardo Fort: la gente no necesariamente pagaba para verlo pero hacía cola a la salida del teatro. ¿Para qué? Para tocarlo. Hay como una necesidad de ratificar el carácter matérico de esos personajes que son pura espectralidad.

¿Lo anaurático se va transformando en aurático con el tiempo?

Todos los materiales, a partir del uso y la repetición, tienden a modificarse. Lo que produce extrañamiento en los años 40 no son los mismos materiales que en el siglo XXI y a su vez esos materiales deben analizarse en contexto. Un buen ejemplo es pensar en Bertolt Brecht y Kevin Spacey. Brecht entendió en los años 30 que un modo de producir extrañamiento en la escena era que el actor le hable a público en primera persona sobre el personaje que “compone”. Setenta años después lo hace Kevin Spacey en “House of cards” y para la tele es revolucionario. ¿Qué un actor hable a cámara significa siempre lo mismo? Claramente no. Va variando su costado semántico aunque en lo estructural sea idéntico como procedimiento.

¿Hay también una crítica aurática, conservadora, temerosa de cambios y repetida?

La crítica es probablemente una de las instituciones más conservadoras que existen, tanto la académica como la periodística. Obedece a un tema de formatos y no necesariamente de individuos, aunque también. El espacio, la frecuencia, las determinaciones empresariales, el tiempo de elaboración y la necesidad de síntesis hace que muchas veces la crítica acabe reclamando repetición más que novedad. Porque a su vez también el crítico está sometido a evaluación crítica y eso impacta inevitablemente. En redes sociales, hoy los artistas salen a cuestionar si reciben una crítica no favorable. Me pasó cuando escribí en “La Nación” sobre “Las islas”, de Carlos Gamerro y dirección de Alejandro Tantanian. La reacción en Facebook fue intentar desacreditarme, lo que es perfectamente legítimo. Se me acusó de eunuco, de frustrado. Y lo más atractivo: esos mismos artistas me tapan de mails pidiéndome que vaya a ver sus otros espectáculos para ver si puedo hacer la crítica en el mismo medio que despreciaron. Es raro. Hay una relación muy histérica entre la escena y la crítica, y en buena medida es culpa de ambos. De los artistas por no entender qué es la crítica, y de la crítica por no tener la solidez necesaria en sus apreciaciones y por haber aceptado convertirse en juez de espectáculos.

Ud. ubica a “Máquina Hamlet” (del alemán Heiner Müller, estrenada por El Periférico de Objetos en 1995) como un quiebre creativo que marcó un antes y un después en nuestro teatro. ¿Qué otra ruptura encuentra posteriormente?

“Máquina Hamlet” altera absolutamente la concepción del drama en nuestro teatro pero también marcó el inicio de un vínculo “cultural” de la escena con la sociedad. El Periférico acabó siendo una compañía que había que ver para formar parte de cierto sector cultural. Me interesó su novedad pero también me arriesgaría a decir que es un gran fracaso que ese espectáculo haya estado cinco años en cartel. Quiere decir que algo de domesticación hubo. Y no sé si Müller es un hombre que se identifique con un público domesticado. Otro punto de inflexión fue “La omisión de la familia Coleman” (Claudio Tolcachir, 2005) que le da una estocada final al teatro procedimiental de los años 90 (Emilio García Wehbi, Daniel Veronese, Alejandro Tantanian): reaparece el argumento pero ubicando la escena en un ph real, jugando con los límites de la teatralidad.