Ver todo de nuevo: Eugenia Almeida sobre La fruta del dragón

Por Eugenia Almeida  en La Voz del Interior del 26 de mayo de 2018

Hay momentos en que es necesario recuperar los ojos curiosos de la infancia para volver a contemplar cómo se hacen las cosas, acaso para inventarlas otra vez.

“¿Cuál es el impacto de un libro?”. La pregunta está en la voz y en el cuerpo de Vicente Arlandis, uno de los cuatro artistas que participaron en Córdoba de la residencia editorial “La fruta del dragón”, una propuesta que jugó en el cruce de la danza y la edición.

Ahora, un grupo de personas estamos reunidas en torno de esa experiencia. Los residentes van a contarnos algo de lo que hicieron en estas dos semanas.

Los que vinimos a escuchar hemos caminado por una mañana soleada hasta llegar a DocumentA/Escénicas, un refugio armado en una vieja casa que está a unas cuadras del río.

Los que nos reciben estuvieron preparándose para este encuentro. Gabriela Halac, Vicente Arlandis, Diana Delgado Ureña y Miguel Martínez García. Una escritora y editora cordobesa, una investigadora en artes escénicas madrileña, un coreógrafo y un investigador valencianos.Hace un tiempo, Diana Delgado Ureña y Gabriela Halac se encontraron en una feria del libro teatral en Uruguay. Surgió la idea de hacer algo juntas y el deseo de convocar a otros artistas. En enero de este año, Diana vio la pieza escénica Sumario 3/94. Y en ese momento, el deseo de encontrar compañeros de conversación llegó al punto que buscaba. Diana había leído La biblioteca Roja (el último libro de Halac) y supo que venían recorriendo un territorio similar.

Y aquí están. En una residencia en la que –a contrapelo de lo que suele hacerse– no se busca resolver algo, sino plantear preguntas. Preguntas que ponen en cuestión lo que creemos saber, las certezas cristalizadas de un mapa que no lee el mundo.

Movimientos

Hemos tomado café. Hemos conversado y fumado cigarrillos en un patio con un pequeño ginkgo biloba. Sumario 3/94 fue primero un libro y luego una pieza teatral. En el marco de la presentación de la residencia, Vicente y Miguel hablan del libro. La luz se apaga y vemos imágenes en una pantalla.

Una mano sostiene un papel donde se lee, una y otra vez: “Yo soy inocente y soy tonto”.

Una voz en off, que apenas se oye, dice algo para invitar a escribir. La mano escribe. Sobre la piel, las manchas que trae la edad. El trazo es dificultoso, trabado, un hilo de tinta que busca su espacio. El dibujo va haciéndose frente a nuestros ojos: “por alludar a algunas personas necesitadas me metieron en la calce treinta años estos señores que lo icieron tenían que estar fusilados en deve de estar chupando del estado que se están enriqueciendo montando películas como la que me montaron a mí y algunos más. Vicente” (sic).

Un grupo de palabras que salen, con sus faltas de ortografía y sus modismos, con sus años de ser mordidas y tragadas, con su furia y su desazón. Salen para decir, de otro modo, “soy inocente y soy tonto”.

Quien escribe es Vicente Arlandis Ruiz. Quien registra es Vicente Arlandis, su hijo. El mismo que hoy, en una sala de DocumentA/Escénicas, nos cuenta algo de su recorrido.

La historia de cómo su padre fue acusado injustamente por el asesinato de una vecina a la que cuidaba. Un pueblo pequeño, alguien que quiere ayudar a una mujer de 87 años, enferma de alzhéimer, la injusticia y su violencia. Un hombre condenado a 29 años de prisión que obtiene su libertad 13 años y medio después, con una pena reducida por buena conducta.

Cuando pasan 10 años de esa liberación, su hijo decide contar la historia. Una historia que, sin embargo, ya había sido escrita. Miguel, socio de Vicente en este trabajo, dice: “Vimos que el sumario ya estaba contando una historia”.

Vicente y Miguel ya se conocían. Pero pasó cierto tiempo antes de que conversaran sobre lo que había pasado. Un viaje en tren y la voz de Vicente contando lo que él y su familia habían vivido. Es ahí cuando deciden hacer algo juntos. Miguel entra al proyecto como alguien ajeno a la experiencia, alguien que pueda mirar con los ojos del afuera.

Comienzan haciendo un mapa conceptual con todos los documentos que les entregan los abogados, casi un tercio del sumario completo. Conversan con una especialista en “justicia narrativa”, que se ocupa de estudiar cómo la justicia se termina aplicando sobre la base de relatos, de narrativas.

Deciden escribir lo que llaman “novela”. Miguel explica: “Queríamos marcar a este proyecto como ficción por revelar también el carácter de ficción de los discursos a partir de los cuales se administra justicia”. Vicente agrega: “Cuando yo busco responsables de lo que le pasó a mi padre, hay gente con nombre y apellido. Pero en última instancia, el culpable es el lenguaje”. Lo dicho sobre el libro nos deja en zozobra, conversando en torno de una mesa llena de termos, sobres de té y café, potes de azúcar.

Se conversa y me digo que hay algo indefinible y potente en estas pequeñas reuniones, casi catacumbas en un mundo que se viene abajo.

Y quizá eso hacemos, la resistencia de seguir planteándonos preguntas sobre la palabra, sobre el compromiso, sobre la acción, sobre la responsabilidad.

Releo lo escrito. No me sorprende haber usado verbos que remiten a un desplazamiento: llegar, ir, venir, recorrer. Porque de esto estamos hablando. De cómo todo se mueve. Y de si estamos dispuestos a movernos también.

El libro agotado

Volvemos a la sala. Los cuatro artistas ponen en común algo de lo trabajado en 15 días de residencia.

Diana ha escrito sobre un papel afiche una frase que se repite y en cada línea se abisma más sobre el gesto de no levantar el crayón del papel. Las letras se unen en un continuo. “El libro agotado”, insiste ese trazo.

Gabriela Halac despliega sus herramientas para armar un libro. Pliegues, prensas, hilos, una pequeña sierra. Comienza un movimiento manso, pero que –en su tenacidad– nos revela el costado físico de un libro. Hay algo de ejercicio zen en ese hacer, en ese gesto artesanal de mostrarnos algo que cobra otra dimensión cuando está frente a los ojos y no sólo en el plano de las palabras.

Algunos de los que hemos ido a compartir la mañana se acercan y hacen preguntas. Hay algo de niños en esto. Algo de no haber perdido lo que nos vuelve curiosos, lo que nos lleva a sumarnos al juego.

Vicente, a unos pasos, rompe hojas de un viejo libro y las hunde en agua. Luego vendrá una licuadora hasta convertir lo que alguna vez fue libro en una pasta. Luego la pasta volverá a ser parte de un libro cuando quede prensada entre dos tapas. Breve ejercicio de reciclaje que aúna destrucción con algo nuevo.

Miguel nos cuenta la historia de Moby Duck: 28.800 patitos de goma moviéndose por los océanos después de haber salido de un buque mercante. 1992: un carguero que iba de Hong Kong a Washington pierde 11 contenedores llenos de juguetes de goma. Aún hoy siguen navegando.

Ese movimiento reveló lo que los científicos llaman “giro oceanográfico”. Miguel nos muestra fotos. Es imposible pensar ahora en los océanos sin imaginar que en miles de puntos hay algún pato de goma flotando en esa inmensidad.

Diana nos cuenta una historia china: una familia se descubre propietaria de una vasija que replica todo aquello que cae en su interior (ya sean monedas de oro o abuelos muertos). Queda en el aire lo inquietante que hay en la idea de reproducción.

Vicente comienza a leer algo que ha brotado de la residencia. Se llama “El libro agotado” y es, quizá, un libro performance. Algo escrito por cuatro personas reunidas por la voluntad de plantearse preguntas.

Ahí surge la frase que sostiene la voz de Vicente: “¿Cuál es el impacto de un libro?”. También de esa lectura brota otra frase: “Hay que volver a pensar un libro como si nunca hubiéramos visto uno”. Tal vez de eso se trate. De volver a pensar todo como si nunca lo hubiéramos visto antes.