El hombre oblicuo

Por Juan Forn
CONTRATAPA

16 de septiembre de 2018

El hombre oblicuo se mueve de manera transversal por la vida; por eso tendemos a no verlo si no prestamos especial atención. Es como si no llegara caminando hasta nosotros sino traído por una corriente de aire, y así se moviera por la vida, nunca por la puerta, siempre por la ventana: ahora está, ahora no está.Cuando conocí al chileno Leo Sanhueza me pasó eso exactamente. Lo descubrí con delay, a mi izquierda, en la puerta de un hotel en Córdoba. Estábamos yendo a ver a Camila Sosa Villada, nos estaban explicando cómo llegar al bar, él escuchó igual que todos los demás las instrucciones pero eran como ruido blanco para él porque evidentemente venía de otra dimensión. Después supimos que, en efecto, venía directo del aeropuerto: había hecho el viaje desde Santiago sin escalas, aunque parecía venir de Praga y de 1920.

Una muy buena canción, de una muy mala banda de chicas despeinadas en mi tiempo, tenía un estribillo infeccioso que repetía: “Walks like an Egyp-tian”. Uno miraba a Sanhueza y se le materializaba al instante en la mente ese estribillo: “Walks like an oblique-man”. Con su cara de hacha, y su flacura kafkiana, su camisa blanca y su mochilita a la espalda, perpetuamente a la espalda, Sanhueza parecía surcar la vida de costado, de perfil como un egipcio, y así encontraba portales de pasaje entre nosotros y esa dimensión de la que parecía venir.

Aunque trabaja de periodista, Sanhueza es geólogo. Cuando estaba por recibirse partió con su lupa y su martillito en la mochila hasta la casa de Nicanor Parra en Las Cruces, una casa de madera construida sobre piedras donde rompe el mar. Ni le golpeó la puerta; se limitó a catalogar las distintas especies de piedras que conformaban el suelo rocoso bajo el que se levantaba la casa, para descubrir la fórmula de la poesía de Parra. La geología no era para él. La literatura sí, pero la literatura es ese lugar al que uno llega después de comprobar que no sirve para ninguna otra cosa, según Sanhueza. Por eso trabaja en un diario de la tarde en Santiago, uno de esos pasquines que ponen en tapa fotos tamaño catástrofe de crímenes y desgracias. Sanhueza llega a su escritorio cada mediodía y se dedica a corregir y emprolijar notas catástrofe que le van entregando los redactores hasta la hora de cierre. Una vez a la semana publica una columna de cincuenta líneas, que habla en susurros entre todas esas páginas que gritan en mayúsculas; el resto del tiempo corrige notas ajenas.

Los diarios han sido una suerte de orfanato para los escritores, dice Sanhueza, que va y vuelve caminando de su trabajo todos los días. Es un trayecto de una hora, más o menos. Sanhueza hace siempre el mismo recorrido por calles transversales, anónimas, tranquilas, que le garanticen no chocarse con nadie. Porque Sanhueza va leyendo todo el camino. Ésas son sus horas de lectura: la caminata de ida y la de vuelta a su casa. En su casa esperan su esposa y sus hijos. Para que visualicen la escena informo que la esposa es belga y es profesora en el Liceo Francés, que la hija mujer tiene doce años y es concertista de piano, que el hijo varón tiene nueve y es como era Sanhueza de chico. Uno imagina una casa ruidosa y feliz, tal como imagina jocosamente deprimente la redacción del diario, pero lo que Sanhueza quiere decir con todo esto es que la vida del hombre oblicuo es ardua. No hay manera de escribir un libro en esas condiciones. Eso es lo que le dice a cada editor que se le acerca a proponerle publicar, eso es lo que le repite a cada amigo que le insiste para que escriba más: que la vida del hombre oblicuo es ardua, y para sobrellevarla, para alisarla, para que fluya, a veces hacen falta una copita o dos.

Sanhueza bebe a traguitos de pájaro, como dicen que hacía Faulkner: no parece que estuviera bebiendo, no se entiende como vació su vaso. Pero cuando eso ocurre, cuando bebe una copita o dos, Sanhueza asoma de su oblicuidad, y parece tan feliz de estar entre gente normal (todos somos gente normal, para Sanhueza, todos menos él), que dan ganas de abrazarlo realmente. Mala idea. A Sanhueza no le gustan ni medio los abrazos; cualquier tipo de cercanía corporal lo perturba como a un caracol. Mejor no invadirle el espacio, dejar que suceda sola la magia, esperar hasta que de golpe él se sienta parte de este mundo, y abra la mochilita que lleva siempre a la espalda, y se decida a leer de alguno de esos libritos que publicó “hace algunos años ya”, como le gusta referirse a ese tiempo siempre oblicuamente pretérito en donde sucede su vida.

En esos libritos siempre cortos, cien por ciento oblicuos, Sanhueza dice que la geología y la literatura son disciplinas similares porque trabajan ambas con vestigios, con elementos incompletos, las dos buscan huellas de algo que pueda ser revelado y tienen estrategias prácticamente idénticas para un mismo fin (elaborar un relato), pero a continuación agrega que hay una especie de melodrama entre su lado científico y su lado literario, que se aman y odian mutuamente. Sanhueza dice que tiene una confusión muy grande para diferenciar prosa y poesía, porque todas las diferencias que le parecen evidentes entre las dos también le parecen falsas, aunque sabe perfectamente cuándo está allá y cuando está acá. Sanhueza dice que todos los niños quieren ser bomberos cuando sean grandes, pero mientras son niños todos prefieren que el fuego permanezca encendido, que nadie lo apague, porque no hay nada más hipnótico que mirar el fuego. Sanhueza se pregunta, al cruzar el Ecuador y pasar del invierno al verano, si el paso del bien al mal será igual de indiscernible. Sanhueza dice que, por culpa de España, el Siglo de las Luces nunca llegó a Latinoamérica, y el siglo veinte nos agarró en pelotas. Sanhueza dice que explicar cansa, y uno siente al instante lo que debe ser para un oblicuo tener que dar explicaciones, si para nosotros es agotador.

Sanhueza asegura que fue joven hasta hace poco; afirma incluso haber tocado el bajo en una banda de grunge, hay fotos, pero igual se hace difícil creerle porque es demasiado sabio, demasiado de otra época, demasiado oblicuo. De hecho, Chile toleró su único libro-libro, El bacalao (un sibilino compendio de todos los papelones verídicos y apócrifos que protagonizó Neruda en su vida), porque Sanhueza nació en Temuco igual que el poeta y porque parece hablar de él como si hubieran jugado juntos en el arenero, cuando Neruda era todavía Neftalí Reyes.

Mañana lunes, cuando caiga el sol en Buenos Aires, Sanhueza va a estar en la librería Eterna Cadencia, Honduras 5574. Creo que es la primera vez que llega invitado como escritor; lo traen los cordobeses de Documenta Escénica, que acaban de publicarle La partida fantasma, libro oblicuo hasta la médula. Sé que hay sobreabundancia de charlas de escritores en la babilónica ciudad, pero les aseguro que pocos entregan tanto como Sanhueza en vivo. Pídanle que cuente la historia de Rubén Darío y el hijo del Presidente (“Te regalo este teatro, sólo tú puedes ser su actor principal. Recoge tu gloria y déjame en paz”). Pídanle que cuente de esos colonos europeos en el salvaje sur chileno (“Y no nos acusen de enseñarles hideas muy generales. ¡Hideas! ¿No saben estos brutos que errar es humano pero herrar es equino?”). Pídanle que cuente sobre el libro gigante sobre la Araucanía que quiere escribir. O mejor déjenlo que haga lo que quiera. Pero no se distraigan en ningún momento porque, en donde parpadeen, Sanhueza va a aprovechar para esfumarse de golpe y volver a su mundo tal como le gusta aparecer.