CARTEL

CARTEL de Lucas Di Pascuale se presentó en DocumentA/Escénicas el martes 19 de noviembre. Participaron el autor, la editora Gabriela Halac, y lxs invitadxs Eloísa Oliva, Rodrigo Fierro y Luis García.

Luis Ignacio García escribió este texto para la presentación del libro y fue leído para lxs presentes. Lo compartimos aquí.

“Cartel” de Lucas Di Pascuale – Ediciones DocumentA/Escénicas 2019

Delicadeza de lo común

Presentación de Cartel, de Lucas di Pascuale

Lucas nos pidió que partiéramos de una carta en particular. Elijo esta (en p. 31 del libro):

Córdoba, 14 de marzo de 2018

Ileana y Jorge Julio

I y Jota

IJOTA

Usted sería mi padre.

Usted, albañil.

De ahora en adelante, lo voy a llamar Jota.

Quiero verlo trabajar

no digo hacer negocios que nunca funcionan

digo: trabajar.

Puedo pedirle deseos al pasado:

usted, Jota, vendía autos

cuando mi madre lo conoció.

Busco un padre trabajador

¿albañil?

¿A dónde sale de vacaciones un albañil?

¿Sale de vacaciones un albañil?

¿Sale de vacaciones la familia de un albañil?

Usted, Jota, conoce Europa

Lo he visto en fotografías.

También, Centroamérica.

le gusta leer, le gusta fumar, le gusta tomar.

¿Ha retratado acaso usted autos antiguos?

me refiero a retratos con piezas de reloj.

*

Lucas es un tipo discreto.

Su manera de vincularse es cuidadosa, su afecto sutil, casi reservado. Y esa delicadeza de su afecto lo hace tanto más amoroso.

Pensar en él, y en su libro, y en esta carta en particular (la del 14 de marzo de 2018, p. 31), me sugiere iniciar con una especie de definición, algo así como un axioma: la discreción es la presencia cuando está tocada por su propia ausencia. O quizá para modularla: la delicadeza es el afecto predominante en quienes saben que la presencia sólo se da en su trazo de ausencia. El esplendor de las cosas asoma en la bruma que dejan al alejarse. Dibujar parece ser captar esa bruma, no representar la cosa.

Digo esto porque Lucas es un hombre discreto, pero opta por hablar desde una intimidad manifiesta en este libro, y sobre todo en esta carta. Como si nos dijera: la intimidad no es la mera privacidad. Privacidad es la privatización de lo íntimo. Por el contrario, intimidad es saber que lo más íntimo es in-privatizable, in-apropiable, porque lo íntimo es ese trazo de ausencia que nos cobija. Por eso un hombre reservado como Lucas puede hablar de su intimidad. Y hacerlo, encima, en un libro político.

Porque este libro va de una ausencia. O de dos, sobre todo en esta carta-poema. Y del tacto como ese sentido que nos permite tocar, ciertamente, pero tocar lo que no está. La persona discreta es persona con tacto, suele decirse: sabe tocar lo que no puede ni debe ser tocado, es decir, sabe primero reconocer lo intocable como lo único que vale la pena tocar. Es persona que valora el contacto, porque sabe que es imposible. El libro es un tratado acerca del tacto como órgano de la ética. Una ética que dice que el tacto es lo imposible mismo.

“Ileana y Jorge Julio / I y Jota”. Nunca se van a tocar. Y sin embargo, “IJOTA”, cual palabra-valija carrolliana y jubilosa, produce el con-tacto. Y lo produce haciendo resonar otra palabra fundamental para el libro: hijo. El hijo es aquí el espacio de contacto entre dos ausencias. Hijo es quien suple una ausencia con otra.

Y si se trata de ausencias, por supuesto que el género epistolar es el más adecuado. Una carta supone la ausencia del destinatario, de otro modo nunca sería escrita. Sostiene la presencia del otro en la escritura que se le dedica, que, sin negar su ausencia, la elabora como figura espectral, como anticipación o promesa. Como en Hamlet, padre y figura espectral se intercambian.

Y la carta dice: “Usted sería mi padre. / Usted, albañil.” Lo primero que dice de su padre-ausencia es que sería albañil. No dice militante peronista. Tampoco dice testigo. Dice: albañil. “Quiero verlo trabajar / no digo hacer negocios que nunca funcionan [suponemos que habla del arte contemporáneo] / digo: trabajar.” Y luego subraya aún esa condición: “Busco un padre trabajador / ¿albañil?”

Albañil. Siempre me gustó la palabra. Como todas esas palabras árabes tan sonoras, tan abiertas con sus vocálicas aliteraciones: alfeñique, alfil, albaricoque. Lucas la repite cinco veces en esta carta. Me parece que a él también le gusta. Albañil aparece entre signos de pregunta. ¿Inquietud por la diferencia de clase? ¿Por la diferencia entre arte y trabajo? Pero a la vez constata: “Usted, Jota, conoce Europa / … / Le gusta leer, le gusta fumar, le gusta tomar.” ¿Quizás se busque aquí ese espacio material en que arte y trabajo puedan encontrarse? Después de todo albañil y dibujante se encuentran en la mano: ambos tienen necesidad de ese equilibrio, de esa complicidad entre ojo, mano y alma que está en el origen mismo del arte. El padre trabajador y el hijo artista se encuentran, se dan la mano. No olvidemos: el tacto. Y entonces Lucas insiste con la intimidad: “Le gusta leer, le gusta fumar, le gusta tomar”. Un trabajador no es sólo el sujeto de la historia. Un testigo no es sólo una figura pública que habilita un proceso de justicia. Podría ser, además, un padre. Cariñoso, fumador, discreto.

Porque Lucas asegura poder pedirle deseos al pasado. Lo dice: “Puedo pedirle deseos al pasado”. Suena a insolencia, aunque bien visto resulta una melancólica definición de la memoria. Si la historia le toma declaración al pasado, la memoria le pide un deseo. Como en el proyecto de Belkys Scolamieri, el pasado sería una tarjetita que dice “pedí un deseo”. Espacio de la falta y de la ausencia, allí se tocan lo que está y lo que no está, se enciende la máquina del deseo.

Lo político del arte, en este libro, aparece como una ética del tacto que se pone en juego en la relación con otros: la obra sólo se constituye en la relación con otros. Incluso en la relación con uno mismo como otro. En este caso, en la relación con obras “propias”, anteriores, como el libro Ijota, de 2016, referencia obligada para esta carta. De nuevo y siempre, la alteridad habitando el hacer y su ética: después de todo, ya fue dicho que la patria es el otro, no es difícil imaginar la tarea del arte político como este devenir-otro.

La carta termina con estos dos últimos versos, casi insolentes: “¿Ha retratado acaso usted autos antiguos? / me refiero a retratos con piezas de reloj.”

Lucas nos tiene acostumbrados a cierta ampliación del concepto y la práctica del retrato. Concibe sus retratos de libros como retratos de sus autores, por ejemplo. ¿Pero retratar un auto? Y como si no alcanzara con eso, aclara, oscureciendo: me refiero a retratos con piezas de reloj. ¿De qué estamos hablando?

Antes que nada, aquí el albañil es el que retrata, es decir, encuentra un lugar en el que parece encontrarse con el artista. Y lo que en mí resuena en este hacer artístico-albañileril es nuevamente la compacidad de la mano: la avidez infantil por un contacto mimético, y por una mímesis háptica, no óptica-representativa, sino, de nuevo, táctil. La relación más evidente entre reloj y auto es sin dudas el sistema de engranajes que los aúna en un mecanismo medio inexplicable de ruedas, correas y ruedecillas. Por supuesto, en un texto sobre el pasado un reloj nunca estaría de más. Pero también debemos reconocer que jugar con piezas de reloj es un juego tan antiguo ya como el auto que se pretende retratar. Porque aquí retratar es tocar la intimidad de lo retratado, es saber adentrarse con sabiduría antigua en el alma de las cosas. Y el deseo de los niños al romper el reloj y sacarle todas sus piezas es, como lo describió Baudelaire, robarle el alma al reloj. Tocarle el alma al tiempo.

Intercalo aquí mi pequeña teoría de la copia en di Pascuale: los dibujos del libro copian fotos que Lucas tomó de distintas instancias del proceso de elaboración de los carteles. Lucas recordemos (como él mismo lo señala al final del libro), copió el testimonio de Graciela Daleo en el juicio a las juntas, entero, hizo una transcripción manuscrita. ¿Para qué, si ya estaba allí? ¿Qué agrega en el mundo esa copia al testimonio ya existente? Copiar, reproducir. Una técnica menor, que renuncia a la autoría, como la albañilería, como desmontar un reloj. Lucas toca el alma de lo que copia. Una vez, copió un libro mío, porque también, ya lo dije, retrata libros. Y lo primero que sentí fue pudor. Decir que la copia es un arte menor es verla aún desde la perspectiva del arte autónomo, como ver a la albañilería desde el arte. Pero la copia vuelve a poner en valor la fuerza mimética y la función mágico-ritual del arte de todos los tiempos: como en el juego de los niños, como en el trabajo manual, como en el arte de Lucas. No le interesa inscribir lo nuevo en el mundo, ese prejuicio moderno, sino afianzar las conexiones secretas entre sus habitantes, que ya están ahí: dar una mano, darse la mano. Si copia obras de otros no es para hacerles un homenaje, ni para repetir el juego apropiacionista, ni para gesticular el fin de la autoría: es para activar al arte como “magia de contacto”, aquello que Frazer llamaba la “magia simpatética”: tocar al otro tocando lo que se sustrae del otro. Copiando, Lucas toca lo que no puede tocarse. Y bien, es la ausencia lo que no puede tocarse. La magia simpatética es la mejor manera de conjurar nuestros espectros. De tocar su ausencia.

De hecho, al escribir “López”, en este libro, en este proyecto, no parece tratarse de visibilizar su nombre, sino más bien, más sencillamente, de escribirlo, no de representar una persona, sino de que su nombre mueva mis manos. No es lo mismo. Sin dudas se produce, además, una visibilización, como se suele reclamar del arte político, pero el gesto de esta apuesta es primeramente invitar a cuidar al hombre escribiendo el nombre. Más pensamiento mágico: el nombre como resguardo de la realidad de las cosas. Como con Daleo: se trata mucho más de conjuro que de la consigna de visibilización.

Y claro, López, además, es un nombre especial. Como González, Rodríguez o García, es a la vez nombre propio y sustantivo común. Al tiempo que nombra la singularidad irreductible de una ausencia, deja ver la fuerza diseminante de los cualquiera. Por eso cuidar a López escribiendo su nombre es cuidar la comunidad de los anónimos a los que ese apellido, tan común entre nosotros, nombra: es decir, resguarda lo común. Este libro permite el contacto de dos cosas que casi siempre pensamos como inconciliables: la delicadeza y lo común.

Porque además, insisto y termino, Lucas no sólo copia a otres, sino que se copia a sí mismo. Es decir, él mismo desea ingresar al territorio de ausencia que abre con su arte copión. Y esta carta-poema copia nada menos que su libro Ijota. Y a los carteles no quiere ya hacerlos él, deja un instructivo para poder ausentarse. Dibujar es su ética, su forma de inscribir alteridad en lo que se pretende igual a sí mismo. Su entrañable discreción, que todos conocemos, creo que tiene que ver con eso: su presencia está tocada por la ausencia en la que todo se toca.

El autor y quienes nos acompañaron desplegando la cubierta del libro Cartel.
Fotografía tomada al finalizar la presentación.

CARTEL

Autor: Lucas Di Pascuale

Editorial: Ediciones DocumentA/Escénicas

84 páginas, ISBN: 978-987-4445-10-0, formato: 15×21 cm. | 1° Edición 2019