Angustia sin lazarillos

Reflexiones impunes sobre Maratonista ciego, de Emilio García Wehbi, publicada por Ediciones Documenta/Escénicas, Córdoba, en enero de 2020. Por Leo Grande Cobian para Evaristo Cultural | Leer publicación original haciendo click aquí

MARATONISTA CIEGO | EMILIO GARCÍA WEHBI

La colección editorial que nos supo traer una escritora revolucionaria como Camila Sosa Villada, vuelve a publicar la obra de uno de los más interesantes y prolíficos artistas que han recorrido escenarios de todo el planeta con su monstruosa representación que fusiona distintas disciplinas visuales y emotivas. En este caso Emilio García Wehbi (1964) incursiona en la palabra escrita con las mismas inquietudes y propuestas de toda su carrera profesional, en un tono de balance muy íntimo, casi privado, en el que se arriesga a mostrarnos las llagas de su alma y las bases fundamentales y teóricas de su praxis artística.

Valioso ejercicio con múltiples lecturas, un desafío a la altura de los apetitos más refinados y complejos, un texto arriesgado de escribir y de leer.

La vida, un arte casi ininteligible

Mi editor siempre me encarga tareas imposibles. No es culpa de él sino de mis incapacidades. Por ejemplo esta reseña. García Wehbi es parte de una generación muy singular de artistas, ligados fuertemente al teatro pero que nadie puede reducir, encorsetar, en algunas de las disciplinas de este arte de infinitas facetas. Descubro leyendo su novela Maratonista ciego que le irrita el concepto periodístico que nombró a esta generación en su momento de esplendor, teatristas,  bajo el primer gobierno de Kirchner o, con benevolencia, después de ese estallido disruptivo en las conciencias de todas las clases sociales en nuestro país y continente que fue el Argentinazo de 2001.

En 2004 yo dirigía la edición de un mensuario cultural de izquierda y me zambullía por obligación a tratar de seguir la cartelera oficial del teatro porteño, lugar donde se plasmaba la línea oficial del progresismo del gobierno de la Alianza entre el peronismo de izquierda realpolitik de Chacho Álvarez, el conservadurismo reaccionario de la UCR de De la Rúa y el progresismo “comunista” de Aníbal Ibarra, bajo la batuta de otro ex comunista, el empresario de boliches con espectáculos Tellerman, vice y futuro intentente, en los preludios de Cromañón.

En el Complejo Teatral de la Ciudad de Buenos Aires se veían muchas obras de los así llamados teatristas, en las que se incluía a García Whebi. Presencié su original puesta de la obra de otro fiel representante de su generación y cofradía, Luis Cano, Hamlet, de William Shakespeare, una obra sobre Shakespeare y sobre lo que le pasa a los artistas cuando crean, montada sobre una interpretación de la tragedia política y personal del famoso príncipe de Dinamarca.

No entendí nada, confieso. Recuerdo solamente imágenes convulsionantes de una herrería o carnicería en tonos ocre y marrón y el entorno bizarro del Zoológico de Buenos Aires un sábado por la noche, ya que la obra se montaba en el escenario del teatro pegado al Zoo, un lugar que yo desconocía y creo que llegué a olvidar que existía.

Leo casi veinte años después y casi de un tirón la novela de García Wehbi y tengo la misma sensación de no entender nada. Me auto-incluyo en el anatema del narrador protagónico contra la ignorancia y brutalidad de artistas y público que no apreciamos mucho más que el teatro de living porque no contamos con la sensibilidad lo suficientemente cultivada para apreciar o disfrutar de apuestas disruptivas, como la suya. Me reconozco incapaz de comprender todas las citas intertextuales de este autor, que ha transformado en elitista erudición, que no me interesa compartir, una voraz imaginación infantil, con la que me identifico.

Pero pasaron casi dos décadas casi y algo aprendimos. O al menos nos sentimos con la impunidad suficiente para intentar comprender. Quizá en intentando hacerle inteligible para una sensibilidad roma como la propia, ayudemos un poquis a ilustrarnos alguito para mejorar la calidad y comprender al corredor de esta novela y su arte.

Nietzsche, Jung, Sartre y Deleuze en Baires

García Wehbi ha construido un narrador que se mira así mismo, se encierra como tantas veces hizo en su vida –rasgo de identidad que todas las personas sensibles que lo amaron en cincuenta años le han reprochado con ternura- en un aislamiento casi perfecto del universo que golpea su sensibilidad al extremo de adorar el silencio, la ausencia de tiempo y voces, su propia naturaleza gregaria. El lobo estepario de nuevo en la metáfora del corredor de fondo, maratonista o actual runner, que cuando su cuerpo logra el ritmo deseado y entrenado, se zambulle en una especie de tubo donde el tiempo y el contexto parecen anularse, ponerse en sordina, suspenderse, emocionalidad zen o nirvana perseguida por Siddarta Gautama y miles de monjes de cientos de religiones hace miles de siglos por nuestra especie. Huye de la muerte, su muerte, o corre hacia ella.

Pero en esta novela, este individuo encerrado en sí mismo, toma notas de lo que ocurre ahí dentro, y las hace públicas, nos permite leerlas, juzgarlas.

Es el recurso sicológico de quien se encuentra frente a su propia muerte de forma concreta, cuando el tiempo parece haber mutado en su consciencia de su finitud, en esa edad que va entre los cuarenta y los cincuenta, cuando nuestres cuerpes han perdido definitivamente el derecho a la juventud biológica y nuestra consciencia se retuerce para comprenderlo. Se refleja en su propia enfermedad y revive, ahora con conocimiento de causa, la de su padre y su madre.

Como dice Mika Waltarii que acostumbraban hacer les estrusques antes de morir, que rompían el jarrón de su hogar donde habían guardado cada piedra que juntaron en momentos significativos de su camino por la vida, y revivían su biografía. Les etrusques de la novela de Waltari lo hacían para sopesar en su conciencia lo que habían hecho, como jueces de su propia existencia, Osiris con la balanza y la pluma pero en el personaje del propio muerto. Claro que el narrador de la novela de García Wehbi hace lo mismo, se juzga moralmente, mide sus recuerdos, y la novela está sostenida en la firmeza de esa continuidad, la muerte y sus misterios y dolores.

Pero el narrador de Wehbi parece tener otra obsesión, comprenderse y comprendernos. Va soltando retazos de un enorme mosaico o caloidoscopio de recuerdos de toda su vida –comparte la edad y profesión de su autor, lo que puede ser una trampa para leerlos en clave autobiográfica, como toda literatura es en el fondo- sin un orden lineal, ni separaciones formales en capítulos o partes.

El disparador es la comprensión de que a sus cincuenta años ha muerto la persona que fue y debe nacer otra. Como no puede ni quiere pensar la vida humana en un sentido lógico, navega por las aguas de su profundo yo interior, entre recuerdos de viajes –a Brasil, Japón, Suecia, Colombia, México y otros del planeta-, sueños y pesadillas y la memoria de las charlas fundantes de su psicología con su padre y su madre, fallecidos ha. No busca un sentido a una vida humana que el narrador concibe absurda, sin sentido.

Se puede leer con el mismo agrado de quienes aman bucear en los océanos existenciales de los sujetos situados en su propia nada, aquel viejo motivo de las novelas europeas o europeizadas (europeizantes como acusaba la crítica nacionalista y estalinista en nuestros países) de la posguerra mundial o también como un nuevo ejercicio de este artista de mil rostros para movernos el piso de nuestras convenciones sobre el mundo, para sacudirnos un poco de la modorra de nuestra propia zona de confort auto-aceptada. Creo entender que se trata de un artificio resultado de la fusión entre la propuesta radical del Teatro de la Crueldad de Antonin Artaud y la filosofía rizomática de Deleuze con una intencionalidad política emparentable con el teatro del distanciamiento de Bertold Brecht.

Aunque quizás lo más atractivo de la obra es que también puede leerse de forma catártica, es decir, reconociéndose en algunas de las escenas representadas, viendo desplegarse ante sí el desnudo de un ser humano ante sus angustias vitales, que pueden ser las propias y las de toda la especie.

Ahí el aporte significativo de esta forma de arte, que ofrece imágenes imposibles de leer en un solo sentido, aparentemente desconexas y caóticas pero que ofrecen aristas y continuidades para que sea el propio cerebro del espectadore o lectere quien las intuya y conjugue para encontrarles todos los sentidos que pueda. Una imitación de la vida misma como se proyecta frente a los sentidos de los individuos, una sucesión aparentemente desconexa de fenómenos que sólo cobran sentido fijo en la forma que tengamos de atar las partes.

El discurso, cada discurso, y algunos discursos más que otros, enhebran los textos de la realidad para darles una lectura y establecerla como única. Para estos pensadores la realidad es fantasía, y somos los seres humanos quienes pretendemos ordenarla. Así, la vida cotidiana cobra un tinte absoluto de absurdo sin lógica, somos también nosotres personajes construídos por esta maraña de ficciones guionadas por otros a quienes nunca podremos reconocer detrás de los hilos. Un volver a Kant pesimista, anti iluminista, claro, que se rebela contra los discursos oficiales del Estado y de la hipocresía de sus artistas y científicos conservadores aunque se disfracen con fraseologías estéticas de personas que intentaron revoluciones.

“No nacemos, nos nacen”

Una de las múltiples lecturas posibles de este libro es la de comprender la filosofía estética de este artista tan particular y de quienes tienden a crear en un registro parecido. Se trata de sensibilidades curtidas por las experiencias políticas que desgarraron familias enteras, las suyas propias en ese maremagno, entre el genocidio inaugurado por Videla y abortado por Alfonsín, la derrota de las gloriosas revoluciones obreras y comunistas entre fines de los setenta y comienzos de los noventa y este vacío existencial promovido por el capitalismo triunfante en su fase más descompuesta.

El padre fallecido es el arquetipo de la revolución derrotada, masón clandestino o militante comunista que muere de un relámpago a los 65 años en los comienzos de la primavera alfonsinista, que le niega a su hijo la posibilidad de encarnar él mismo la última revolución traicionada de la larga lista que arrancó quizás con Sandino en el mismo lugar que hoy es enterrada, Nicaragua. El peso de la derrota de los ancestres en el alma de sus herederos, lo que podría explicar la cita del 18 Brumario de Karl Marx que inaugura la novela.

La madre apretando la conciencia y personalidad del hijo también, pero en otro sentido, la locura psiquiátrica, la depresión y la lucidez de quien sufre el universo con otra lectura de los referentes simbólicos que la rodean y por lo tanto permite ver el envés de la trama, correrse de la pretensión soberbia de control racional del resto –su propio padre por caso-.

El narrador de Maratonista ciego repasa las raíces de su propia existencia, indaga sin esperanzas pero con sistematicidad en las posibles causas que lo explican y se atiene, contradictoriamente, al método clásico del médico judío en la aristocracia vienesa de preguerra, Freud, analizando sus memorias infantiles, su propia producción onírica, sus pulsiones sexuales desde la adolescencia hasta la adultez. Está escribiendo las notas de ese momento de lucidez no racional en medio de la carrera y no entiende nada de lo que mira, sólo anota.

Lo fascinan –así, lo encandilan- las imágenes que observa pero no termina de poder racionalizarlas, como los insectos que se dejan llevar por esa fascinación hacia el tubo de luz artificial y fallecen por no comprender la naturaleza de su fascinación y los peligros de perseguirla ciegamente. Y como Freud, otra vez, mira en las mitologías de otros pueblos pre-existentes las proyecciones de otros tantos estados psicológicos, de otros tantos inconscientes como el suyo. Es una lectura en clave jungiana del proceso de análisis psicológico, esa de los arquetipos a los que podemos resumirnos todes les millones de experiencias individuales que poblamos la faz de la tierra.

Toda la mitología clásica de la tragedia griega, pero también las costumbres milenarias del pueblo mexicano o japonés con la muerte, el inframundo y los fantasmas.

La novela despliega también infinitas microhistorias, casi anécdotas de viajes delirantes que en el contexto asumen proporciones surrealistas y fantásticas que merecen ser leídas (la historia de los hombres verdes de Japón puede por sí sola justificar una novela, la delirante descripción de los objetos cosechados en una vida acomodados en la biblioteca, el sueño del sótano inundado de libros, hijos y padres flotando son terribles disparadores de múltiples filosofías y narrativas apasionantes). Si debiéramos salvar la obra con un solo argumento ante un tribunal ético, incluso clasista y de género, tendríamos que decir que Maratonista ciego es un manifiesto y una guía para despertar la imaginación y multiplicarla. En varios lugares su narrador sentencia que la imaginación es la facultad humana más odiada por los dioses y sus religiones, por el Estado si se quiere ya que eso son los dioses y las religiones, formas del Estado.

Todas las ennumeraciones de la novela son disparadores frenéticos de la imaginación, abren corrosivamente los mil caminos prohibidos por el arte oficial y la pacatería burguesa. Sus diálogos internos con los fantasmas de su madre y su padre logran un tono de total sinceridad y ternura que también justifican largamente la lectura de este libro.

García Wehbi pasa la prueba de Osiris, entonces, como moderno Prometeo surgido de la miseria y ruptura mental de una familia obrera que roba del Olimpo la capacidad de imaginar sin límites para traerla de nuevo al mundo mortal. Incluso aunque sus decisiones y las circunstancias en que desarrolla su arte no sean de alcance de las grandes mayorías.

Ciego pero responsable

Obra de madurez de un artista anárquico desde muy temprano, la novela empuja los límites de la moral para sembrar también aquí y allá los sueños eróticos de un machito atraído por el morbo del porno más pedorro, la pederastía, la pulsión inconsciente de dominar la voluntad sexual de un cuerpo no del todo desarrollado de mujer. Fantasía y morbo de la ambigüedad que al mismo tiempo que irrita la sexualidad pacata de las sociedades victorianas permite el fluir de imágenes y discursos perversos del patriarcado más enfermizo y femicida, el violador de menores que se dibuja detrás del Nabokov de Lolita, el Henry Miller de Sexus, Nexus, Plexus y el afamado autor de Alicia en el país de las maravillas, denunciado por lectoras víctimas de abuso en su infancia como el inventor de fantasías para convertir la imaginación de las niñas en un camino horrible a convertirse en presas fáciles para sus Sombrederos.

¿Será un prurito moral que el autor se obliga para poner límites a una lectura misógina de su narrador o por algún rasgo de autoconciencia sobre las posibles degeneraciones de un anarquismo punk que también ha venido a encubrir y legitimar los permisos que el patriarcado concede a los artistas machitos “transgresores”? Como sea, aparece la aclaración:

“Quizás cierta obsesión carrolleana (pero completamente deserotizada –al menos en términos conscientes o pulsionales-) lo lleva a incluir niñas prepúberes en muchos de sus espectáculos.”

Obsesión que vuelve en algunas descripciones de cuerpos de amantes del pasado, justificadas por la adolescencia del personaje –triste justificiación que no justifica nada como ya sabemos gracias al feminismo- o en la descripción de esa veta morbosa de la cultura popular japonesa por las niñas de secundaria en trajecitos marineros que lo llevan a explorar los rituales pajeros delirantes de los porn shops de Tokio. Aclaración políticamente correcta que el narrador desprecia en el resto de los teatristas pero que vuelve a subrayar cuando resalta que montaba obras feministas quince años antes de que fuera “moda”.

Para agregar tensión, el narrador dedica una reivindicación de la calidad artística de los individuos, “el talento”, ante la “correctitud política” que los acusa por sus crímenes, llamado a disociar artista de ser humano que bien puede servir de justificador amoral, como ya sabemos. Alegato furioso y ético contra un discurso de lucha de las mujeres y géneros oprimides por la heteronorma patriarcal que su narrador minimiza y burla rediciéndolo a “facsismo de izquierda”. También hay un alegato en contra del maltrato animal, al que considera la peor de las crueldades humanas, incluso por encima de aquéllas violencias contra otros seres humanes.

Es que este narrador navega aguas borrascosas a ciegas cuando elige la palabra escrita. Él que se ha sabido mover y ha dedicado su energía vital, intelectual y emocional en tres décadas a provocar la conciencia con textos no verbales, puede sufrir las consecuencias de la novela. En la ironía del subtítulo también se esconde un posible destino trágico. García Wehbi demuestra una erudición importante de teoría estética, por eso cuando subtitula su obra entre un paréntesis que la define como bildungsroman, además de burlarse del método clásico de las novelas moralizantes del siglo XVIII europeo y de sus estructuras estéticas, ojo, quizás esté confesando que el camino de aprendizaje sobre sí mismo se completó en este ejercicio literario aunque haya sido perseguido con métodos contradictorios. La palabra escrita permite volver sobre ella y establecer una marca de sentido y significación que se inhabilita casi del todo en los textos no verbales.

Yendo y volviendo de ciertas marcas de género y de clase en su bilgdunsroman se pueden encontrar también lecturas desagradables de este narrador que goza de una impunidad en términos materiales, sexuales y morales que sólo un pequeño porcentaje de la humanidad puede disfrutar, ya sea en el campo artístico como fuera de él. La posibilidad de viajar en avión a destinos cosmopolitas y flasheros –setecientos vuelos calcula el narrador en una parte de su silogismo- o de permitirse parar el ritmo habitual de la carrera por vivir sin obligarse al cronómetro implacable de la explotación capitalista, y por lo tanto un lugar, una situación económica que permite reflexionar sobre la metafísica de la angustia y el miedo existencial que sería muy distinta en una situación de obrero alienado. Qué decir si encima no contase con los privilegios eróticos y políticos de la masculinidad.

No somos jueces de nadie, mucho menos de artistas, pero tampoco nos gusta la hipocresía habitual en la crítica literaria y sobre todo en obras con propuestas tan audaces e interesantes como esta, nos obligamos a señalar los límites que leemos, que todes podemos leer. Porque a diferencia del teatro, por ejemplo de esa obra de 2004 a la que no puedo volver para intentar comprender, puedo saltar de una a otra de las páginas de Maratonista ciego y encontrar o fundamentar lecturas, fijarlas.

“Un Frankestein con cuerpo de Artaud y cabeza de Brecht”, eppur si muove

Porque aprendí esto también, que no todo desgarro del propio ombligo obliga a una postura política nihilista. Tampoco tienen esencialidad política los métodos artísticos. El posmodernismo irracionalista pudo sostener defensas veladas del status quo como carreras profesionales bien pagadas por los Estados “neoliberales” en cátedras y subsidios culturales pero también denuncias políticas de los crímenes del Estado. Muchas expresiones artísticas punk bien entendidas que hemos visto brotar del bajo vientre de la cultura porteña en estos últimos veinte años, sin financiamiento del Estado de ningún tipo, abrevaron en esas mismas aguas teóricas y generacionales. Entendemos que la obra de García Wehbi toma por este último desfiladero, o al menos creemos en la sinceridad de las intenciones de su autor.

El narrador de García Wehbi defiende una producción estética como herramienta política, en la búsqueda de anular toda sensación de conformidad o resolución positiva de la catarsis social, que lo ha llevado a representar denuncias contra los femicidios de Ciudad Juárez casi al tiempo que lo hacía Rita Segato desde otro camino absolutamente distinto, el de una militancia clásica y racionalista. En la senda de Artaud y Brecht, el director de teatro que se confiesa en esta novela pretende llevar la incomodidad de le espectadore al extremo físico del repudio, a saltarse de la butaca indignade o enferme, al vómito o el insulto. Un empujar a la conciencia a enojarse con las falsas seguridades de las que ella misma se agarra para seguir sobreviviendo.

Reconoce algo de culpa en este diálogo con el mandato político del fantasma de su padre, ya que sabe que en la opción de la lucha a través del arte escénico no contribuye a revolucionar la realidad con la misma potencia que en la militancia sindical o incluso la guerrilla foquista. Pero sostiene sin embargo la motivación política revolucionaria del arte como herramienta de transformación social.

La angustia existencial más íntima, de un ciego sin lazarillos, porque no existen o porque ha decidido no engañarse con las miradas de otros en los que no confía, pero que persiste en su empeño de vivir, de respirar, de no quedarse en el reverso de su locura, de mantenerse volviendo a la caverna para zamarrear a sus congéneres con la locura que descubrió en sus creencias más importantes.

Un poco como su generación, solitaria y huérfana de los grandes discursos de la epopeya humana liberadora o revolucionaria, deprimida crónicamente por el descubrimiento permanente de la futilidad de la vida y las mentiras que detentan el poder como verdades absolutas, no se resigna a la inacción y al menos pretende irritar a les creyentes, para que, en última instancia, no queden espectadores que puedan alegar ignorancia o inocencia ante el terrible espectáculo que la vida cotidiana nos ofrece.

Y que hagan algo. Reaccionen.

Título: Maratonista ciego

Autor: Emilio García Wehbi

Dibujos y diseño: Elisa Canello

Editorial: Documenta/Escénicas

156 páginas